La
literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como
dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre
inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o
vivida… La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se
deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta
devenir- imperceptible.
La literatura y la vida, Gilles Deleuze
El presente texto me sirve como una aproximación al imaginario de la ciudad en la novela Hallado en la grieta,
de Jorge Velasco Mackenzie. La obra fue publicada por Editorial Mar
Abierto (Manta, 2012) y plantea un escenario que difiere con los otros
que ha utilizado el autor en sus narraciones, en los que la urbe se
concreta como una ciudad propiamente dicha. Ahora, en un giro de timón,
el autor ya no atiende a la masa poblacional atravesada por calles y
edificios o casas, más acá o más allá de lo rural, sino al cuerpo
enarbolado de una isla singularísima: Indefatigable. En ese cuerpo
ocurre una historia como una suerte de tatuaje autómata que deduce
pasiones oscuras.
Indefatigable:
la isla Santa Cruz, es el original recinto rodeado de mar que, apartado
del continente —huella inconclusa del territorio nacional ecuatoriano—,
esboza su propia vida como un imaginario —del latín imaginarius:
aquello que únicamente se devela en el ejercicio caro de la imaginación
como la invención de un mundo, su imagen o representación social:
imagen: imago: palimpsesto, retrato de algo frente al espejo: imitación
de la figura real(1)–.
Imaginario que atiende al interesante y, casi siempre lejano,
territorio poblado de las islas Galápagos. En él —¿ciudad?, ¿urbe que se
transforma?— en su recogimiento corpóreo, el espacio/tiempo es propicio
para marcar el retorno a la memoria dolorosa del viejo Valdemar y su
mujer de sangre oriental Ailyn, a la que compró —como un objeto suntuoso
que se conoce y se lleva y ya— hace más de 20 años.
El
odio/amor de estos dos personajes se desenreda en una geografía costera
que no se corresponde precisamente con el puerto (por ejemplo con el de
Guayaquil), ni siquiera con la ciudad en ciernes. Su universo es un
arrecife entre arrecifes o una isla tras islas, donde una aventura
novelesca profundizará en las imágenes de los navíos, el mar y los
misterios de las siniestras Islas Encantadas en las que se posibilita
—ah sortilegio de las palabras— una fábula espesa y trágica.
El
viejo Valdemar enlazó a su amante obscenamente: el perdón de su
compañera —¿capital emocional o sentimental mercancía humana?— es un
carbón caliente entre sus manos, una deuda aplazada que quema. Sin
embargo, la venganza, el sopor mutuo, el odio de Ailyn hacia su único
postor y la búsqueda de las tumbas de sus padres: Toshiko y Junko o el
recuerdo abominable de ellos, dilucidan un paisaje distinto que solo la
inverosímil localidad de las Galápagos con su absoluta diferencia, con
respecto a todas las ciudades del mundo, puede proporcionar.
La
trama ficcional se origina como una navegación que pretende superar ¿o
traspasar? el cuerpo del arrecife. El lector atestigua la llegada del
barco El Albión a las islas Galápagos. Luego observa, también, el arribo
del navío a las Islas Encantadas, que a lo largo de esta narración
aparecen como islas funestas. El viejo Ventura y su mujer Ailyn regresan
después de “veinte años, siete mil trescientos días con todas sus horas
y lluvias”(2) a Indefatigable, para encontrar la fruta sucia de la venganza.
Ailyn
constituye los ojos tristes de ese cuerpo imaginario golpeado por las
olas del mar. Ventura es el sexo cansado por la espera. Ailyn es una
imagen acústica, el recuerdo de sus padres, la explosión silenciosa e
impertérrita, aquella tan cruel, la de la bomba de Nagasaki e Hiroshima
que obligó a su familia a ocultarse del mundo como Hibakushas (o
sobrevivientes del holocausto por mano estadounidense) despreciados como
leprosos en la búsqueda de una nueva región, para olvidarse de sus
otros congéneres, obligados a hacer o rehacer una nueva vida. El viejo
es un disparo al aire, la evasión del cuerpo, su caída.
Varios
personajes se acercan a la ciudad que no es ciudad sino un amasijo de
espíritus que solo la argucia del narrador omnisciente puede revelar.
Aparece Eufemio, por ejemplo, el capitán que nombró a su paquebote Tigre
III en honor a su hijo. O Billy Blackman, el suicida buscador de un
tesoro y pieza clave de la historia, sin la cual Valdemar nunca hubiese
conocido a los padres de Ailyn. También emerge como una sombra Nabor
Tomalá o El indio ausente, espía o testigo de la compra-venta de Ailyn.
Entre otros personajes, acuciosamente construidos —incluso en sus
nombres, pues algo tienen de esas novelas clásicas de mar que se
mantienen incólumes en nuestra reminiscencia— para esta intriga que los
muestra —virtud del novelista— en una totalidad dialéctica y sagaz a lo
largo de toda la obra.
Hallado en la grieta
es una narración que acude a un imaginario único que es tesoro
sanguíneo inexplorado por la mayoría de los ecuatorianos, inconsciente
colectivo, uva de uvas, leche materna en la que encontraron un panorama
asociado a la memoria, empeños literarios trascendentes como Las encantadas o Moby Dick,
de Herman Melville. Mackenzie lo reseña y asimismo, toca o bebe de las
aguas de otros autores como Luís Vaz de Camôes, Pablo Palacio, Antonio
Cisneros, Tristan Tzara, Fernando Pessoa, Ovidio, Paul Valéry, Mario V.
Llosa o Mary Shelley. Sus oportunas referencias son acaso muelles para
anclar los barcos de su novela, son presencias en el hilo de esta
historia que matizan y brindan asidero a la invención de la acuarela y
sus almas.
Novela
de aventura, similar a un hipocampo remecido por las tibias aguas del
océano Pacífico, acoge en su corazón y su cerebro historias
“palabreadas” desde la mirada del investigador, del periodista riguroso
que sabe cuándo elevar ancla y guiar el timón hacia la ficción de un
horizonte y un mar reales, desde los datos histórico-geográficos y los
enigmas que, en este caso, rodean al antiguo y mal llamado Archipiélago
de Colón. Mackenzie es tan meticuloso en la pintura que elabora. Al
espectador le queda, entonces, calcular los puntos de fuga, el ápice de
oro que brilla en el trazado literario y el cielo, así como la noche y
las estrellas que rocían de luminosa tragedia a sus personajes.
Las
líneas de la narración son bien meditadas, así como las pulsaciones que
elevan una melodía prolija desde los clavijeros de metal de un piano
adiestrado, y reservan breves y diestras elipsis, párrafos bien pensados
y argumentados, hipótesis comprobadas. Hay capítulos rematados con
minuciosidad que encierran acertadas comparaciones y lúcidas imágenes:
“Es un mundo pequeño, ¿no? Apenas cabe un dedal en el dedo y la aguja no
entra. Empuja el mundo”. “El miedo hundía su horror como un arpón en la
carne”. “La mañana se volvió calurosa, lenta, pesada, un ancla atrapada
en las piedras de la isla.”(3)
También hay frases que representan verdades: “Todos los caminos que
conducen a la aventura o al placer son escabrosos”. “…quien bebe solo
siempre se inventa un interlocutor que lo escucha”. “El vidrio es
pureza. El metal es venganza”. “…la ley viene siempre después del
delito”. “Así vive la serpiente con su propio veneno, la mordedura del
perro se sana con su propia pelambre, la muerte se cura con los restos
de la misma muerte”. “…cuando una nave se hace a la mar no se prepara
para navegar sino para no zozobrar. La vida es como la nave. No la
vives, la mueres”.(4) Es
posible una urdimbre hecha de frases tentadoras: “¿Han visto una mirada
con fuerza? Claro, la han visto. Es cuando en la pupila se dibuja una
daga que tiene en la punta una gota de sangre”.(5) Las frases nos conminan a escrutar en la realidad de la fabulación o viceversa, el objetivo novelístico ha sido cumplido.
Es
difícil no volver a la novela y a la construcción de su diámetro
corporal, a su ciudad/no ciudad, a su tratamiento de la imagen, a su
imaginación ficticia —¿o real?—, a su universo paralelo que se
corresponde con su espejo imaginario. Las escenas que se destacan son
cuadros casi cinematográficos, bien elaborados desde la dramaturgia
aristotélica, aquella que contempla una montaña rusa emocional plagada
de conflictos hacia un clímax y un desenlace. Perturba, por ejemplo, en
demasía, esa escena en la que Ailyn le relata al capitán del Tigre III
las atrocidades del ataque nuclear o el temido “silencio de la ola” de
Hiroshima y Nagasaki: “Eran cientos los heridos, distintos por todos
lados, y los muertos reflotando en las aguas de los siete ríos de
Hiroshima, el abanico quemado. Arrastrando a Junko que aún herido seguía
maldiciendo Tenno Haika, alcanzamos el puente Koi y miramos adentro de
la trinchera cavada por los soldados para detener el fuego, según la
orden imperial para detener la invasión; de ahí emergían los soldados
sangrando por todas partes de sus cuerpos, lo más terrible de mirar eran
sus cabezas, el pelo estopado de sangre coagulada y los ojos
chorreantes ‘¡Bansai! ¡Bansai! ¡Tenno Haika!’ Cantaron a nuestro paso”.(6)
Y
cuando el lector ha quedado sin palabras frente a las palabras aparecen
los logrados y paradójicos cuadros, como el de Ailyn arrastrando al
viejo y ebrio Valdemar mientras los inunda el agua —¿extraña entraña de
la solidaridad?— así como el de Toshiko haciendo hasta lo imposible por
salvar la vida de su esposo Junko San —¿entraña de la extraña
solidaridad? ¿Esa, la que nos devuelve a la condición de humanos?—.
No
hay deudas que el lector pueda reclamar al narrador en este viaje
marítimo: su amasijo pictórico agobia y recrudece firme en la lectura.
No hay reproches. Ni siquiera su adjetivación malvada para el mar o las
islas, su desconfianza ante lo desconocido, los ambientes naturales o
sobrenaturales, los intrincados caminos interregnos acosados por las
aguas del mar o los presagios lóbregos y mórbidos de esta aventura.
La
construcción de la novela, el desarrollo de la trama, el contexto que
se supera como pre-texto, los puntos de quiebre en el argumento, la
tensión o la expectativa generadas (donde el mar, el viento, los objetos
adquieren vida propia y aseguran el enigma del tejido narrativo hasta
su final) nos advierten de la historia depurada con corrección, hecha
por las manos de un orfebre que sabe intercalar la evolución de los
personajes, las escenas sustantivas y adjetivas, los diálogos y los
ambientes con metáforas y comparaciones que fijan, con certeza, los
goznes de una maquinaria atroz —por lúcida y maquiavélica— o los ejes
temáticos, dígase breves capítulos hipotéticos, de la novela hacia la
fuente de la recordación del lector —ay, empero, también, quizás, del
propio escritor.
Los
conflictos de la obra hablan de la muerte o el odio o el miedo como la
sustancia de una trama que enajena y sostiene en vilo la emoción. Su
elaboración discursiva disipa al que lee ¿o escribe?, lo orilla al
tormento y a la nostalgia de un narrador y su historia, pensada desde lo
verosímil (¿intuimos aquí al laberinto Mackenzie?). Como dice Derrida
en Leer lo ilegible:
“Hay siempre en el interior del idioma, en el interior de la propiedad,
una diferencia y un comienzo de expropiación, que hace que el ‘alguien’
que escribe no pueda nunca replegarse sobre su propio idioma, y sea un
‘alguien’ que ya está difiriendo de sí, disociándose de sí mismo en su
relación con el otro. Este ‘alguien’ es ‘algún otro’, alguien que habla
al otro, no se puede decir que simplemente sea el que es. Yo diría,
pues, que si hay escritura supone una afirmación; es siempre la
afirmación de algún otro para el otro, dirigida al otro, afirmando al
otro, a algún otro. Siempre es algún otro quien firma.”(7)
Intuyo.
Intuimos, la experiencia del ojo experto del autor para plasmar breves
fragmentos de vida en su libro-sinfonía que es una “música hecha de
silencios”(8)
similar a ese fandanguillo de los “escualos de movimientos sinuosos y
siniestros, como si estuvieran actuando en una danza sin música y sin
espectadores debajo del agua”(9). Se intuye ese “volar” que nos entrega Jorge Velasco M. en su vigésimo segundo emprendimiento literario.
La finalización del capítulo Las grietas
permite encontrar una especie de punto de giro en la novela. Hasta ahí
el narrador fue invisible (obsérvense algunas novelas de Manuel Puig,
por ejemplo, pienso en El beso de la mujer araña)
si no fuera por dos o tres frases claves que permitieron intuir su
vida. Luego hace su entrada como si se tratase de un contador oral a
veces omnisciente, a veces omnipresente, pues asiste, por ejemplo, a la
escena en que Ailyn ayuda a parir a una mujer fuera de un nosocomio o es
testigo privilegiado de la intimidad de esa alcoba en la que Ailyn y
Valdemar dormitan o se aman o —cabe decirlo— se matan.
Es
por demás elocuente el monólogo final de Valdemar Ventura, una suerte
de retrospectiva del personaje principal de la novela: “Odio mi fea
carnalidad. Esa que veo morir a diario en el espejo donde al afeitarme
me miro viejo, un meditabundo errante entre las olas… Aborrezco mi andar
crispado, jorobado, en busca de un trago que no encuentro en toda la
isla. Mi cuerpo hediondo a alcohol hasta la muerte... Vivo con una mujer
en una cueva que nadie conoce, donde sólo existe la mordedura del
hambre y la sed perpetua… Por eso veo doble, dos veces el mismo dolor…”.(10)
Dicho
monólogo contrasta con la descripción de la infancia de Ailyn que, al
parecer, sonríe tres veces en la historia —¿el único destello de alegría
pura que se observa en el sistema narrativo?—: “Como era aún una niña
de doce años, pensaba en corales y caballitos de mar; un gran caracol
blanco que vio roto en un acantilado, olas y espuma; arena, niebla y
mar… Entre la lobreguez imaginaba batallas de soldados diminutos,
luchando contra un inmenso dragón; un fuego furioso y un gran hongo que
rompía el aire… Por las hendiduras de la gran ventana del corredor
comenzaban a meterse cuchilladas de luz cuando Ailyn se quedaba dormida
en su jergón”.(11)
Tensión, expectativa, imaginación detallística, registro argumentativo riguroso que a ratos nos hace recordar El viejo y el mar,
del maestro E. Hemingway con las distancias necesarias que impone el
tiempo, la audacia y el desenfreno o el rigor: hay tantos términos que
subraya el autor como conocedor del mar desde el continente o fuera de
él: regolfo, rada, barlovento, ristre, martinpescador, rabihorcado,
ibis, balandra, estuario, baladro, minarete, chalupa, paquebote,
sotavento y róbalo, entre otros. Y alcanzan su esplendor en el uso que
hace de ellos Mackenzie para sustentar su visión de las cosas y de sus
personajes, permitiéndoles nadar firmemente, entre sus páginas, hacia
ese cuadro de desolación —hogar de las palabras, representación de
representaciones, imágenes atadas a una mente sin tierra y sin cielo,
más allá de la ciudad que no es ciudad sino una burda capitanía isleña
repleta de aires dulcísimos que tocan los senos de oro de la muerte— y
que Mackenzie quiere fabricar al final, en su capítulo ‘La última roca’.
No
estamos frente a alguien que señala una casa encendida, quizás, por la
luz mortecina en la que alguien seguramente morirá, tal vez un pescador
que se propuso llevar a su pez enorme hasta su costa sin importarle los
leones marinos o los sargazos o todo todo. Asistimos al cuadro
cotidiano de una sola inundación que trae su plaga incluida y que sofoca
una vida doble en una resplandeciente habitación compartida en pos de
lo que algunos nos empeñamos en llamar eternidad. Vida doble: la de
Ailyn —que juró matar a su comprador cuando fue poseída por primera vez—
y la del Viejo Valdemar —es así como se podría designar al amor que se
descubre detrás del odio de los años y el espejo— para brindarnos una
frase que atisbe la vida en otro lugar, quizás, allí, en esa región
inmarcesible de la muerte que aún palpita en la memoria, aquella, la del
frenético mañana que se acerca.
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