Tomado de hoy.com.ec
Publicado el 07/Abril/2013 | 00:47
Por: Marco Antonio Rodríguez*
analisis@hoy.com.ec
Pedro Gil lleva a cuestas una criatura sabia y taciturna, tumultuosa y desgarrada. Pedro no habla, musita. ¿Su voz sofocada y su laconismo se deben a su imposible timidez? Pedro masculla, pero siempre dice su verdad: espléndida y corrosiva, ácida y fulminante. Hace tiempo halló en la palabra la única manera de sobrevivir. Así fueron saliendo de su talento creador: Paren la guerra que yo no juego (1989), Delirium tremens (1993), Con unas arrugas en la sangre (1997), He llevado una vida feliz (2001, antología que incluye Los poetas duros no lloran), Sano juicio (2003) y crónico (Poemas del siquiátrico Sagrado Corazón - 2012).
La vitriólica mofa de Pedro Gil (Manta, 1971) la enfila hacia esos diosecillos ambulatorios que fungen de poetas o escritores, y van y vienen por cenáculos y certámenes, ahítos de vanidad y vacuidad, aunque también la esparce —agua bendecida por todos los demonios— sobre la vida y la muerte, el amor y el olvido, la paz y la guerra, la tierra y el sueño, la justicia y la miseria, la fe y la esperanza, el hombre y la mujer, Dios y las vírgenes, y otras hierbas malsanas…
Pedro va a los tumbos por la vida, absorbiendo las ultimidades de la condición humana y, de sus incesantes aventuras existenciales, sale siempre con una serie de cabezas sangrantes, trofeos de su feroz cacería: sus poemas. Muy pocos como él se arriesgan a hurgar en los infiernos humanos con tan desaforado ahínco. O —si lo quieren— en nuestros esperpénticos infinitos, los más irrisorios, los más inútiles (espejos en los cuales nos rehusamos a vernos). Exploración a fondo de él mismo y nosotros; acerba crítica de nuestros valores y creencias, encuentro con los conocidos-desconocidos, los otros yo que se borran y se transforman en una inmensa mueca de burla; poesía de los andurriales, de los espacios mal alumbrados en los que se mueven —espectros vacilantes y ebrios— los álter egos de una humanidad que nunca estuvo cerca de merecer su nombre. En la poesía de Pedro Gil, creación y destrucción se unimisman, puesto que lo que afirma entraña la disgregación de lo que las convenciones sociales tienen por verdadero,
íntegro, sagrado o inmutable.
Qué pequeños se ven la mayoría de sus poetas contemporáneos si se comparan con la perversa poesía de Pedro Gil. Pero no se trata de comparar, sino de lamentar las poses de los poetas ‘coronados’ o ‘comprometidos’ (de ayer y de hoy), con el poder en sus multivarios y risibles rostros, en tanto que él vive autoexcluido, bastándole el venablo abrasador de su poesía, su palabra asfixiante y virtuosa, su palabra flagelante, pero también luz de minero. Palabras que son o simulan zozobras, desafueros y conjuras.
* Narrador, ensayista
analisis@hoy.com.ec
Pedro Gil lleva a cuestas una criatura sabia y taciturna, tumultuosa y desgarrada. Pedro no habla, musita. ¿Su voz sofocada y su laconismo se deben a su imposible timidez? Pedro masculla, pero siempre dice su verdad: espléndida y corrosiva, ácida y fulminante. Hace tiempo halló en la palabra la única manera de sobrevivir. Así fueron saliendo de su talento creador: Paren la guerra que yo no juego (1989), Delirium tremens (1993), Con unas arrugas en la sangre (1997), He llevado una vida feliz (2001, antología que incluye Los poetas duros no lloran), Sano juicio (2003) y crónico (Poemas del siquiátrico Sagrado Corazón - 2012).
La vitriólica mofa de Pedro Gil (Manta, 1971) la enfila hacia esos diosecillos ambulatorios que fungen de poetas o escritores, y van y vienen por cenáculos y certámenes, ahítos de vanidad y vacuidad, aunque también la esparce —agua bendecida por todos los demonios— sobre la vida y la muerte, el amor y el olvido, la paz y la guerra, la tierra y el sueño, la justicia y la miseria, la fe y la esperanza, el hombre y la mujer, Dios y las vírgenes, y otras hierbas malsanas…
Pedro va a los tumbos por la vida, absorbiendo las ultimidades de la condición humana y, de sus incesantes aventuras existenciales, sale siempre con una serie de cabezas sangrantes, trofeos de su feroz cacería: sus poemas. Muy pocos como él se arriesgan a hurgar en los infiernos humanos con tan desaforado ahínco. O —si lo quieren— en nuestros esperpénticos infinitos, los más irrisorios, los más inútiles (espejos en los cuales nos rehusamos a vernos). Exploración a fondo de él mismo y nosotros; acerba crítica de nuestros valores y creencias, encuentro con los conocidos-desconocidos, los otros yo que se borran y se transforman en una inmensa mueca de burla; poesía de los andurriales, de los espacios mal alumbrados en los que se mueven —espectros vacilantes y ebrios— los álter egos de una humanidad que nunca estuvo cerca de merecer su nombre. En la poesía de Pedro Gil, creación y destrucción se unimisman, puesto que lo que afirma entraña la disgregación de lo que las convenciones sociales tienen por verdadero,
íntegro, sagrado o inmutable.
Qué pequeños se ven la mayoría de sus poetas contemporáneos si se comparan con la perversa poesía de Pedro Gil. Pero no se trata de comparar, sino de lamentar las poses de los poetas ‘coronados’ o ‘comprometidos’ (de ayer y de hoy), con el poder en sus multivarios y risibles rostros, en tanto que él vive autoexcluido, bastándole el venablo abrasador de su poesía, su palabra asfixiante y virtuosa, su palabra flagelante, pero también luz de minero. Palabras que son o simulan zozobras, desafueros y conjuras.
* Narrador, ensayista
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