JOSE LEANDRO URBINA


DOS MINUTOS PARA DORMIRSE

> Nadie le conoció debilidades, hasta el día en que fuimos
> puestos en libertad condicional. Ese día le vimos llorar
> sobre el hombro de su mujer, tan vieja como él, que lo
> esperaba en la puerta del Estadio. No más que unos
> lagrimones. Antes se mantuvo siempre firme, plantado como un
> roble, siempre en las graderías con las manos y la barbilla
> apoyadas en el mango labrado de su bastón. Para su pellejo
> no existían ni el frío ni el calor. Cuando picaba desde el
> cielo el sol de la primavera, no sudaba; cuando las noches
> rechinaban de hielo en el fondo de los camarines, no
> temblaba. Era como la estatua de la dignidad.
>
> Tenía un hijo, un obrero joven y taciturno. Vestía el
> overol de la Siam di Telia, así lo trajeron de la fábrica.
> Estuvieron algún tiempo juntos y se trataban con respeto.
> Había tantos, y sin embargo llamaban la atención esa
> firme tranquilidad que irradiaban, sobre todo el viejo.
> Todos tienen que reconocer lo bueno que fue tenerlo entre
> nosotros, porque no bien entró en confianza tomó el toro
> por las astas en la escotilla. Si alguien se desmoronaba o
> percibía una pizca de abatimiento en el grupo, repicaba con
> su voz de zorro recorrido .
>
> Escuchen, compañeros, este viejo que tienen aquí estuvo
> dos veces en Pisagua acusado de ser rojo. Allá sobrevivimos
> con la frente siempre en alto. Aquí estoy a mi edad, otra
> vez acusado de ser rojo, y la frente sigue en alto. El que
> nació chicharra debe morir cantando. Me gusta la vida, pero
> si van a matarme no les daré el placer de verme
> arrastrado.
>
> Repetía lo mismo cada vez y se fue ganando nuestro
> cariño. Era el macho anciano que se enfrentaba con el mundo
> apoyado eternamente en su bastón.
> Al hijo parecía no gustarle mucho el asunto. Creía que el
> viejo era un figurón y él se avergonzaba y le huía,
> aunque por las tardes, a la hora del encierro,
> invariablemente se le ponía cerca.
>
> Uno de la construcción, que había podido salvar el reloj
> de la rapiña, fue el que informó que las descargas
> comenzaban a las tres de la mañana. A esa hora la mayoría
> no lograba conciliar el sueño y los que dormían se
> despertaban sobresaltados. Hubiera sido necesario mucho
> agotamiento para descansar sobre el piso húmedo y frfo de
> baldosas, arropados con sólo una frazada, la ropa hecha a
> jirones por la concienzuda revisión a cuchillo. Qué más
> entonces que abrir las orejas a los fusilamientos que iban
> sacando muescas en las palmas de nuestras manos.
>
> Las tres.
> ¡Atención!
> Primera descarga.
> Los hombres jóvenes, en un acto reflejo, nos
> apretujába­mos como ovejas temerosas. Los de más edad se
> pasaban la mano por la frente y adoptaban una actitud de
> meditar.
> Ya no me acuerdo ni cuál noche, en medio de la balacera,
> el viejo, sentado junto a la puerta, extrajo dos cigarrillos
> del bolsillo superior de la chaqueta y se metió derecho en
> el pantano de las prohibiciones. Alguien habló de sanciones
> y el viejo respondió con fuerza: "Acaso no escucha las
> balas compañero, aquí, para ellos, somos delincuentes.
> Estamos al margen de la ley y un cigarrillo no le saca ni le
> pone. Lo importante es que fumar relaja los nervios".
> Dos bracitas rojas corrieron desde entonces, como culebras
> subrepticias por entre las bocas, y eran un milagro.
> Terminadas, batíamos con lentitud las frazadas para
> despejar el aire. El humo se filtraba hacia las galerías.
>
> El de la construcción dijo que eran las dos y cuarenta de
> la mañana, cuando vinieron a llevarse al primer preso de
> nuestra escotilla. Aún los cigarros no salían del bolsillo
> del viejo.
> Entró un capitán de pelo rubio con una lista.
>
> —Sotomayor, Emilio— gritó, y el hombre se puso de pie,
> confundido.
> —Acompáñeme— dijo el capitán.
> —Ya me interrogaron, señor— dijo el hombre, y estaba
> pálido.
> —Camina, mierda— ordenó el capitán desenfundando su
> Luger.
>
> —Pero si me interrogaron, señor. Por Dios que no tengo
> que ir.
> —Sargento, sáqueme a este maricón de aquí— gritó el
> capitán.
> Un sargento y dos soldados lo agarraron de los brazos y el
> pelo, y lo arrastraron hacia la puerta.
>
> —¿No eran tan machitos? No iban a hacer la
> revolución?— decía el capitán desde la escala, y su
> sombra se proyectaba sobre nosotros. —Dos minutos para
> dormirse.
> —Tengo un hijo— venía la voz del hombre retumbando por
> los pasillos de cemento.
>
> El viejo, entonces, encendió un cigarro y cuando rugió la
> primera descarga, se puso a cantar mirando hacia el techo.
> Era un tema antiguo, "Ramona", y él tenía una
> voz agradable, un poco exagerada para dar la impresión de
> las discorolas de antes. Un murmullo pesado recorrió la
> escotilla.
>
> —Cállese, padre, por la chucha— se oyó desde un
> rincón. Pero el viejo seguía cantando.
> —Convide cigarrillo, viejo, me tentó con el olorcito—
> dijo alguien, y otra vez la brasa circuló entre los dedos.
> Algunos se tendieron de espaldas y escuchaban
> "Ramona" con los ojos abiertos. A pesar de las
> balas la tensión fue disminuyendo.
>
> Sin darnos cuenta, con el correr de los días, las
> canciones fueron una solicitud apremiante.
> —Métale con "Vanidad", don Gabriel,
> "Bésame mucho", don Gabriel.
> El viejo las sabía todas y las interpretaba.
>
> Un dirigente metalúrgico sabía versos y recitaba entre
> tema y tema. Pero una noche en que quiso apagar con poesía
> el estruendo de las tres de la mañana, entró violentamente
> la guardia a cargo de un subteniente.
> —¿Y esta casa de puta? ¿Quién aullaba? Treinta
> segundos para presentarse el que aullaba. El viejo se
> incorporó apoyándose en su bastón.
>
> —Usted, su porquería, no sabe que debe guardar silencio.
> Se le olvidó su condición de prisionero de guerra— dijo
> el subteniente amenazándolo con una metralleta.
> El viejo miró desde sus años a aquel joven que lo
> increpaba. Suavemente, con la yema de los dedos, retiró
> hacia un costado el cañón que lo apuntaba y dijo: "No
> puedes hablar así a quien tiene edad para ser tu
> abuelo".
>
> —Yo no tengo abuelos piojosos— dijo el subteniente con
> la voz desinflada.
> —Si este piojoso fuera tu abuelo...— enrojeció el
> viejo e intentó levantar el bastón, pero el subteniente
> pasó la bala.
> — ¡Al bastón! ¿Quién ha permitido que retenga ese
> bastón? Conscriptos infelices, si confiáramos en ustedes
> estaríamos todos muertos. Rompan ese bastón.
>
> Un conscripto lo arrebató partiéndolo en dos con su
> rodilla. El viejo intentó un paso tambaleante y dos
> compañeros echaron el cuerpo al frente. Los conscriptos
> apuntaron.
> Entonces entró el mayor a cargo de la sección. Sus
> movimientos eran flemáticos, la luz amarilla demacraba su
> rostro.
>
> —¿Qué sucede?— preguntó.
> —Estaban alborotando, mi mayor— dijo el subteniente.
> —Este es el cabecilla.
> —Yo cantaba, mayor, y se me subió la voz— dijo el
> viejo.
> —¿Cantaba marchas subversivas?— preguntó el mayor.
>
> —No— dijo el viejo. —Boleros de Leo Marini. Eso
> cantaba. Usted sabe que a mi edad cuesta dormirse.
> —Además tenía un bastón— dijo el subteniente.
> —Necesito bastón mayor, mis piernas lo necesitan.
> —Salga de aquí, subteniente — dijo el mayor. —Y
> ustedes también.
>
> El subteniente y los conscriptos volvieron al pasillo. El
> mayor recogió ios pedazos del bastón.
> —Quiero conservar el que tiene mango, mayor— dijo el
> viejo.
> —Positivo— dijo el mayor, y fue hasta la puerta.
> —Además si quiere cantar hágalo, pero sin subir el
> volumen. Cantar le hace bien al espíritu.
>
> — ¡Fíjense! Este quiere ser un buen ángel con Gabriel
> Rebolledo, pero es de la misma calaña que los otros— dijo
> el viejo.
> —El muchacho era torpe como muchacho, éste no lo es.
> Bajo esa gorra se incubó un golpe mis amigos. Aprovecharé
> su permiso, mayor.
>
> Y ante el estupor del respetable público, con un taconeo
> cadencioso inicia un número asombroso.
> De acá para allá lo llevan sus pasos faltos de apoyo, con
> el trozo de bastón aleteando como un pájaro atrapado en
> sus manos, jugueteando con un sombrero imaginario,
> chapurreando una canción en francés:
>
> Cecibon tu le mon tu le mon puteando por París con tu
> viejo cabrón.
> A todos se nos atragantó una carcajada estrepitosa.
> —Viva don Maurice Chevalier— dijo alguien, y cuando el
> viejo calló y fue de vuelta a su lugar, muchas manos lo
> zamarrearon con alegría.
>
> Entonces fue don Maurice Chevalier, hasta la noche en que
> regresó a la escotilla el capitán rubio con su lista.
> —Rodríguez, Francisco.
> —Rebolledo, Juan— dijo.
> Nadie contestó.
> —¿Están sordos?— gritó el capitán y repitió los
> nombres.
>
> —Aquí no se hallan los que usted dice —respondió un
> joven.
> —Eso lo sabremos de inmediato— lo miró el capitán.
> —Todos con la célula de identidad en la mano.
> —Nos quitaron los documentos— dijo el joven.
> —Vamos a revisar. El que tiene documentos y los niega, no
> verá el día de mañana. Le adelantaron cuatro células.
>
> —¿Nadie más?— dijo el capitán. —Veamos esas. Una
> tembló en el aire y cayó al suelo, a sus pies. Era la de
> Rodríguez.
> —Conque no estaban por aquí— dijo el capitán, mirando
> al joven. —El inteligente el que cree poder engañar a la
> autoridad. Ponte al lado de Rodríguez, carajo.
>
> El hombre caminó cabeza gacha. El capitán desplegó su
> sonrisa irónica.
> —Y ahora, Rebolledo— dijo. —O Rebolledo, o tres de
> ustedes.
> —Yo soy Rebolledo— dijo el viejo.
> —¿Obrero de Siam di Telia?— preguntó el capitán
> recorriéndolo con la mirada.
>
> —Sí señor— dijo el viejo.
> —Y tu overol. Los que trajimos venían con overol.
> —Me lo saqué en el trayecto...
> —Dígame, don Juan: ¿Conoce a ese que está ahí?
> —Es mi hijo, Gabriel Rebolledo.
> —Perfecto don Juan, entonces nos llevamos a Gabriel
> Rebolledo, usted puede morirse de viejo.
>
> —No señor, usted busca a Juan Rebolledo— gritó el
> viejo intentando alzar el trozo de bastón.
> —Me cree idiota, viejo— gruñó el capitán y de un
> tirón le arrancó el madero de la mano.
> El viejo trastabilló y su espalda buscó apoyo en la
> pared.
>
> —Llévenselos— dijo el capitán.
> —Cariños a Rosalía, padre— sollozó el joven
> Rebolledo. —Y también a la vieja.
> —No Morís, Juanito— gritó el viejo. —Muera como un
> hombre. El capitán llegó hasta la escala.
> —Dos minutos para dormirse— dijo desde allí, con su
> voz dura.
>
>
>
> BIOGRAFIA:
>
>
> José Leandro Urbina Tiene
> publicado su libro "Las Malas Juntas" (Canadá
> 1978 y Santiago 1986). Reside en Canadá donde dirige las
> Ediciones Cordillera. Ha publicado cuentos en diversas
> antologías de Europa y EE.UU. Destaca también su trabajo
> como guionista de cine, y en 1986 dirigirá su primera
> película, "Trinidad". Tiene inéditas dos
> novelas: "El pasajero del aire" y "Homo
> Eroticus". (Nac. Santiago, 1949).
>
>
> Nota: Texto incluido en la
> -Antología Joven Narrativa Chilena-, “Contando el
> Cuento”, de los escritores: Ramón Díaz Eterovic y Diego
> Muñoz Valenzuela, Editorial: Sin frontera,; Septiembre
> 1986

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