Creo en el azar. Creo en el azar y no porque lo anuncien en la televisión o porque la lotería se ampare en este precepto. Tengo razones válidas y contundentes para defender insistentemente en el por qué de las cosas y la precisa imperfección de nuestros actos…
Esa noche mi guardia en el hospital había durado más de lo previsto. Salí de mi oficina, caminé sigilosamente por medio del largo pasillo que distaba a pocos centímetros del anfiteatro donde yacen los cadáveres y las mismas almas. El frío de la madrugada recorrió mis carcomidos huesos de médico principiante, aferrado en este macabro carnaval de máscaras, donde salvar la vida a otros y perder la tuya, está de por medio.
Decidí convertirme en médico forense hace ocho años. A lo contrario de lo que muchos pueden pensar, yo no comparto, ni tengo ninguna extraña pasión hacia los difuntos, por el contrario los respeto muchísimo y la idea de la propia muerte me asusta e inquieta al mismo tiempo. Por ello decidí estudiarla a profundidad y retarla en su propio terreno.
Afuera, la calle vacía arrastraba consigo un olor a encanto nauseabundo. Traté de divisar un taxi que me llevara a casa, pero sólo el silencio pareció presentárseme en una bocanada de desprecio. Decidí caminar entonces por aquella larga y solitaria vereda hasta que alguien se apiadase de mí o alguien acabase con mi burda existencia mediante un asalto.
No sé por cuanto tiempo transité ensimismado en mis recuerdos: la evocación de la madre, los amigos olvidados, la novia que nunca existió, el pasar de los años húmedos como la pequeña llovizna que ahora caía sobre la ciudad y que me había empapado por completo, dejándome sin esperanzas, sin consuelo alguno de encontrar a otra alma que escuchara mis plegarias, en esa fría madrugada que parecía interminable.
De pronto al llegar a ese gran parque que me producía tanto miedo, debido a su espesura, divisé a dos siluetas que caminaban aprisa delante de mí; ambas estaban separadas entre sí por una distancia de una cuadra aproximadamente. En ese momento las dudas empezaron a invadirme, tal vez aquellos hombres eran terribles delincuentes o quizás transeúntes como yo, que salían seguramente de su lugar de trabajo o de alguna celebración de amigos donde el alcohol es el principal protagonista y las palabras dichas, luego se olvidan.
Pese a mi temor, la imprudencia pudo más que la impasible racionalidad del vivir. Decidí averiguar de quiénes se trataban acelerando el paso para darles alcance, ya que no parecían advertir mi presencia. Creo que casi troté por unos 15 minutos y parecía como si ellos flotasen, puesto que la misma distancia se mantenía siempre intacta entre todos.
Casi había perdido toda la esperanza de alcanzarlos, cuando cerca de llegar a la esquina que conducía a la vieja Floresta, el segundo hombre en el camino, miró atrás confiriendo a sus labios una sonrisa bastante cálida que me hizo comprender que se trataba de alguien muy pacífico. Alegre en mi interior de alcanzar al hombre y poder mantener una plática amena, giré en la esquina con la idea de que me estaría esperando; sin embargo, éste seguía caminando, mientras que el primer hombre desapareció como si se hubiese caído en una alcantarilla.
Corrí inmediatamente a socorrerlo, pero para mi asombro el cuadro que se me presentaba era desconcertante y macabro: ninguna alcantarilla había en el lugar donde vi desaparecer al hombre, mientras que el sujeto de la sonrisa cálida, exánime; yacía en el piso con la boca llena de espuma.
¡Dios sabe cuanto agradecí a los cielos, no haber sido yo, él que llevara la delantera!
Esa noche mi guardia en el hospital había durado más de lo previsto. Salí de mi oficina, caminé sigilosamente por medio del largo pasillo que distaba a pocos centímetros del anfiteatro donde yacen los cadáveres y las mismas almas. El frío de la madrugada recorrió mis carcomidos huesos de médico principiante, aferrado en este macabro carnaval de máscaras, donde salvar la vida a otros y perder la tuya, está de por medio.
Decidí convertirme en médico forense hace ocho años. A lo contrario de lo que muchos pueden pensar, yo no comparto, ni tengo ninguna extraña pasión hacia los difuntos, por el contrario los respeto muchísimo y la idea de la propia muerte me asusta e inquieta al mismo tiempo. Por ello decidí estudiarla a profundidad y retarla en su propio terreno.
Afuera, la calle vacía arrastraba consigo un olor a encanto nauseabundo. Traté de divisar un taxi que me llevara a casa, pero sólo el silencio pareció presentárseme en una bocanada de desprecio. Decidí caminar entonces por aquella larga y solitaria vereda hasta que alguien se apiadase de mí o alguien acabase con mi burda existencia mediante un asalto.
No sé por cuanto tiempo transité ensimismado en mis recuerdos: la evocación de la madre, los amigos olvidados, la novia que nunca existió, el pasar de los años húmedos como la pequeña llovizna que ahora caía sobre la ciudad y que me había empapado por completo, dejándome sin esperanzas, sin consuelo alguno de encontrar a otra alma que escuchara mis plegarias, en esa fría madrugada que parecía interminable.
De pronto al llegar a ese gran parque que me producía tanto miedo, debido a su espesura, divisé a dos siluetas que caminaban aprisa delante de mí; ambas estaban separadas entre sí por una distancia de una cuadra aproximadamente. En ese momento las dudas empezaron a invadirme, tal vez aquellos hombres eran terribles delincuentes o quizás transeúntes como yo, que salían seguramente de su lugar de trabajo o de alguna celebración de amigos donde el alcohol es el principal protagonista y las palabras dichas, luego se olvidan.
Pese a mi temor, la imprudencia pudo más que la impasible racionalidad del vivir. Decidí averiguar de quiénes se trataban acelerando el paso para darles alcance, ya que no parecían advertir mi presencia. Creo que casi troté por unos 15 minutos y parecía como si ellos flotasen, puesto que la misma distancia se mantenía siempre intacta entre todos.
Casi había perdido toda la esperanza de alcanzarlos, cuando cerca de llegar a la esquina que conducía a la vieja Floresta, el segundo hombre en el camino, miró atrás confiriendo a sus labios una sonrisa bastante cálida que me hizo comprender que se trataba de alguien muy pacífico. Alegre en mi interior de alcanzar al hombre y poder mantener una plática amena, giré en la esquina con la idea de que me estaría esperando; sin embargo, éste seguía caminando, mientras que el primer hombre desapareció como si se hubiese caído en una alcantarilla.
Corrí inmediatamente a socorrerlo, pero para mi asombro el cuadro que se me presentaba era desconcertante y macabro: ninguna alcantarilla había en el lugar donde vi desaparecer al hombre, mientras que el sujeto de la sonrisa cálida, exánime; yacía en el piso con la boca llena de espuma.
¡Dios sabe cuanto agradecí a los cielos, no haber sido yo, él que llevara la delantera!
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